¿Qué es el tiempo? ¿Qué significa para nosotros? ¿Qué poder ejerce sobre nuestras vidas? ¿Su presencia depende del observador? ¿O existe independientemente de nuestra percepción?
«Sé lo que es el tiempo, pero si me pides que te lo explique ya no lo sé», decía San Agustín en el siglo V. En plena Edad Media, esta definición denotaba el carácter subjetivo del tiempo. Iban a pasar cuatro siglos antes de que el monje benedictino Gerberto creara grandes relojes de pesas y cuerdas. Y otros cuatrocientos años para que, en el siglo XV, este tipo de relojes empezara a ser instalado en lugares públicos, y el tiempo se convirtiera en algo universalmente mensurable, en un hecho objetivo. Pronto llegaría el positivismo, de la mano de Francis Bacon, Copérnico, Galileo y, sobre todo, René Descartes, el filósofo francés que impondría la duda cartesiana y fundamentaría una visión de la ciencia que llega vigorosamente hasta hoy. Y así instaló el reloj como un paradigma para la humanidad.
El tao del tiempo parte de la premisa de que vivimos con leyes de un tiempo artificial, un tiempo que se ha transformado cada vez más en mercancía, que se ha ido acelerando más y más en la era industrial al ritmo de las máquinas y que ha llegado al límite de lo humanamente soportable con la introducción y el vertiginoso perfeccionamiento de la tecnología. «No sé en qué se me fue el tiempo», «No tengo tiempo para nada», «Necesito ganar tiempo», «No me hagas perder tiempo», «Ahorremos tiempo», «Ojala pueda hacerme un poco de tiempo para?» Estas frases son lugares comunes en los diálogos cotidianos y expresan el frenesí de nuestra sociedad contemporánea.