El laberinto es una imagen, una forma, una idea, tal vez un sueño. Bajo cualquiera de sus apariencias ha fascinado a numerosos investigadores de la Historia del Arte y de la Historia de las Religiones y también a un ejército de aficionados a los misterios, al ocultismo, al desciframiento de los símbolos arcaicos. Laberintos de la Antigüedad aborda la interpretación de tan hermético motivo con unos propósitos principalmente antropológicos, pero sin rechazar cualquier conjetura inteligente que ayude a situar el asunto en los más luminosos marcos. Miguel Rivera ha concebido esta obra como el recorrido que haría un neófito por pasadizos y vericuetos sin fin, aunque en lugar de muros el lector se tropieza con informaciones y sugerencias. El camino, claro está, no se recorre en línea recta, sino avanzando y regresando, tanteando por aquí y por allá, dando vueltas en círculo. Para tranquilidad de los que se arriesgan a la experiencia, el laberinto tiene principio y tiene término, y, si se han sorteado con habilidad los obstáculos, si se logra engañar al monstruo que habita sus lóbregas entrañas, el punto central ofrece la deseada recompensa. El itinerario que sigue el autor pasa por los laberintos arquitectónicos de Hawara, en Egipto, de Cnosos, en Creta, y de Oxkintok, en Yucatán, tres sugestivos ejemplos de la utilización política de un concepto crucial de las ideologías que caracterizan a los antiguos estados despóticos.