Sin duda Napoleón Bonaparte es la figura más relevante que Córcega ha dado a la historia. Su infancia y primera juventud en la isla mediterránea, que luchaba entonces por su independencia de la República de Génova, así como su carrera en el ejército durante la Revolución francesa, marcarían la personalidad de este hombre que estaba llamado, al menos en su pensamiento posterior, a asemejarse a otros grandes personajes de la histora como
Alejandro Magno o Carlomagno.
Su ascenso al poder, su innegable labor como legislador y la creación del Imperio napoleónico, hicieron que llegase a disfrutar de un respaldo mayoritario en la Francia de entonces. Un ascenso al poder de la Revolución que le llevó a ostentar una autoridad más parecida a la del Antiguo Régimen que la que defendían los ideales revolucionarios: el Imperio y la soberanía de una dinastía familiar. Pese a las aparentes contradicciones, conseguiría dotar a la Francia de principios del siglo xix de todo aquéllo que necesitaba desde el inicio de la Revolución: paz, orden y progreso. La guerra sería su principal baza expansiva, empero, generaría su posterior derrota.
La mal gestionada batalla naval de Trafalgar, la terrible experiencia en Rusia, la dificil conquista y mantenimiento de una España guerrillera, que finalizó en otra debacle, la batalla de Waterloo y una Inglaterra siempre dispuesta a no ceder a su estrategia de Imperio europeo, llevaron a la caída del poder de Napoleón, al destierro en la perdida isla atlántica de Santa Elena, y al final de unos días gloriosos para Francia.