«La vida ha sido para mí una larga tarea de la que no me arrepiento en absoluto», comenta Balthus en una de las páginas de este magnífico libro de memorias, y esas son quizá las palabras que mejor resumen la trayectoria vital de un hombre consagrado a la pintura con el mismo afán y la misma humildad con que otros se entregan a la religión. Convencido desde muy joven de su condición de artesano y poco dispuesto a dejarse llevar por los reclamos de la vanguardia, Balthus se dedicó a estudiar a los grandes maestros, intentando penetrar los matices de esa luz tan peculiar que desprenden las telas de Masaccio, de Piero della Francesca y Giotto. Ahí, en la atenta contemplación de los primitivos italianos, el joven pintor pudo tejer un hilo que une Oriente con Occidente, y a Fra Angélico con Poussin y Cézanne, hasta llegar a nuestros días. Amigo personal de Modigliani y Picasso, instalado desde hacía muchos años en la mansión de Rossinière, Balthus dictó estas memorias cuando su vida ya se acababa, hablando por fin del auténtico significado de algunos de sus cuadros y de la búsqueda incansable, desesperada a veces, de una perfección que iba más allá de la técnica para instalarse en la ética. Hombre modesto y esquivo, Balthus, que solo habló cuando dejó de utilizar el pincel, nos ha dejado unas páginas hermosas donde se guarda la esencia de un arte que es oficio y es vocación.