Después de publicar Madame Putifar, Petrus Borel,
el Licántropo (1809-1859) se hundió en el ostracismo al que
le condenó la crítica del Segundo Imperio, poniendo una mordaza
a su obra. Fueron los surrealistas los que desempolvaron a este «coloso»
del romanticismo: André Breton, Paul Éluard y Louis
Aragon, por ejemplo, hablaron de su aliento revolucionario, de su romanticismo
frenético, de su parentesco con el marqués de Sade, de cuya
vida y desventuras carcelarias se supuso que esta novela era una especie
de guía. Pero Madame Putifar, la novela negra por excelencia
de la literatura francesa, describía las desdichas e infortunios
de otro personaje prácticamente desconocido, al tiempo que abría
una ventana a situaciones históricas del Antiguo Régimen:
la existencia del Parc-aux-Cerfs, especie de harén de Luis
XVI, las cartas selladas que condenaron de por vida a muchos a la mazmorra
perpetua sin otra justicia que el deseo del rey y de su entorno, ni más
crimen cometido por el reo que el de desagradar al poder por mil motivos
arbitrarios. Paul Éluard situaba «admirablemente entre el
marqués de Sade y el conde de Lautréamont» a este escritor
perseguido por el infortunio, cuya obra posee, según el poeta surrealista,
«el mismo carácter de absoluto y de audacia que la suya».
Borel encarna la sombra maléfica de un romanticismo no domesticado,
una puerta por la que irrumpen la pasión, un desorbitado deseo de
venganza, el delirio y la locura: además, Madame Putifar,
traducida ahora por primera vez al castellano, traza el mapa donde los
crímenes de la monarquía van señalando las etapas
de la llegada de la Revolución Francesa.