El 25 de julio de 1897, Jack London, un joven de veintiún
años de origen humilde que se ganaba la vida con la pesca clandestina
de ostras en la bahía de San Francisco, decidió probar suerte
y se embarcó en el vapor Umatilla rumbo al valle del Klondike,
en la lejana Alaska, seducido por las noticias que traían algunos
aventureros sobre la aparición de vetas de oro en tan inhóspito
lugar. A la llegada del invierno, London y los dos amigos que lo
acompañan acampan en una cabaña abandonada junto a la desembocadura
del río Stewart. En estas tierras (paralelo 68, latitud norte) las
condiciones de vida son terriblemente duras. El «silencio blanco»
es impresionante, las temperaturas glaciales y la soledad total: «La
naturaleza se sirve de muchos ardides para convencer al hombre de su insignificancia
-el incesante flujo de los mareas, la furia de la tormenta, el temblor
del terremoto, el largo redoblar de la artillería celestial-, pero
el más terrible, el más increíble de todos, es la
fase pasiva del Silencio Blanco... El viajero, única mota de vida
que atraviesa los fantasmales páramos de un mundo muerto, tiembla
ante su propia audacia y percibe que la suya es una vida de insecto, nada
más» escribiría a su regreso a California un año
después. El «hijo del lobo» (tal como llamaban los indios
de Alaska al hombre blanco) no encontró oro. Pero el tesoro de las
intensas experiencias vividas en el Gran Norte (la eterna lucha por la
supervivencia de animales y hombres), inspirarían los primeros relatos
de London, reunidos en este volumen (El hijo del lobo, 1900), e
iniciarían una prolífica carrera literaria que le deparó
mayor fama y riqueza que el descubrimiento de cualquier mina de oro.