Lo mismo que con muchos de mis relatos más largos, la primera insinuación de Nostromo me vino en la forma de una anécdota
errante y desprovista por completo de detalles valiosos. De hecho, en 1875
o 1876, siendo yo muy joven, en las Antillas, o más bien en el Golfo
de México, oí la historia de un hombre del que decían
que había robado él solo un cargamento de plata en algún
lugar del litoral de Tierra Firme durante los disturbios de una revolución.
Olvidé aquella historia, hasta que veintiséis o veintisiete
años después di con el mismísimo asunto en un manoseado
volumen cogido a la entrada de una librería de viejo. Era la vida
de un marinero norteamericano, escrita por él mismo con la ayuda
de un periodista. Había trabajado algunos meses a bordo de una goleta,
cuyo patrón y dueño era el ladrón del que había
oído hablar en mi más tierna juventud.
Inventar un relato pormenorizado del robo no me atraía. Fue sólo
cuando se me ocurrió que el ladrón del tesoro no tenía
por qué ser necesariamente un consumado sinvergüenza, que hasta
podía ser un hombre de carácter, actor y posiblemente víctima
de las cambiantes escenas de una revolución, fue sólo entonces
cuando tuve la primera visión de un borroso país que iba
a convertirse en la provincia de Sulaco, con su elevada y sombría
sierra y su neblinoso campo como mudos testigos de los acontecimientos
provocados por las pasiones de hombres miopes para el bien y el mal.
Al lector le corresponde decir hasta dónde merecen interés
en sus actos y en los propósitos de sus corazones, revelados en
las amargas condiciones de la época.
Joseph Conrad