¡Pasen, señoras y señores, y admiren este espectáculo! El interminable esqueleto de O’Brien, el gigante irlandés; las momias de Julia Pastrana, la mujer barbuda, y su hijo recién nacido; los lechos hundidos de los gigantes Annie Swan y el capitán Bates, reliquias de sus proezas amatorias; el príncipe Randian, habilidoso hombre oruga; las hermanas Hilton, saxofonistas unidas por las nalgas; Francesco Lentini, el hombre de las tres piernas...
Pero entre estos relatos perdurables hay más, mucho más. Un padre que educa a su hijo bajo la advocación de la cabeza reducida de un jíbaro; un bibliotecario que alimenta a su gato con las cenizas de Dante; un rey persa que se esfuerza por escapar de un cuadro, antes de que lo atrapen sus enemigos; una sombra que mengua continuamente y otra que crece sin cesar; Mark Twain, que pretende escribir un artículo desde el más allá; un pigmeo de dientes de sierra que es exhibido en el zoo del Bronx; dos amantes unidos hasta la muerte por su afición a la basura; el fatal secreto de la invisibilidad.
Se tiende a separar la ficción de la no ficción. En una apreciamos la originalidad y el poder de invención; de la otra esperamos la veracidad, el rigor objetivo. Estas limitaciones no se aplican a Vicente Muñoz Puelles, como tampoco se aplicaban a De Quincey. Los relatos englobados en El último deseo del jíbaro y otras fantasmagorías cuentan muchas historias reales, vidas absurdas, increíbles o patéticas entre las que abundan las de populares monstruos de feria, “freaks”, del pasaso reciente, historias que el autor ha transfigurado y hecho suyas, y que nos encandilan como lo que son: fragmentos de un artífice altamente imaginativo, que recupera la tradición de Marcel Schwob, Jorge Luis Borges, Álvaro Cunqueiro y Juan Perucho.