En los años treinta, un hombre arrojó la talla de un Cristo de tamaño natural por una cascada. El párroco, pintor de imágenes religiosas, encontró en el lecho del arroyo el crucifijo al que en la caída se le habían roto los brazos y exhibió aquel torso mutilado a la entrada de su parroquia. El sacrílego -contaba el cura- perdió por su acto infame ambos brazos en la segunda guerra mundial. Poco después, el párroco levantó en el centro del pueblo, frente a la escuela, un monumento que representaba el Infierno. Al dar su catequesis señalaba con el dedo y los niños, pelados al rape, miraban por la ventana y veían al profanador de Cristo tendido en el suelo del Infierno.