Acaricia otra vez a la pequeña, otra vez desde el cuello por la espina dorsal hasta llegar al sacro, como quien acaricia una figura de porcelana viva, porcelana durmiente, Lladró de carne y hueso. Faltan aún varias horas para que ella regrese del trabajo y él no puede hacer nada que no sea oir la radio y deslizar las yemas de sus dedos por la nuca y la espalda de su hija. Le tranquiliza hacerlo, es un sedante que relaja sus nervios a falta de una lata de cerveza. Y Jennifer se deja acariciar sin mover una vértebra, clavada en el sofá, sin desclavar sus dos ojos de lémur del cuadro de los ciervos.