Roma es la ambición a voces del delicuescente cardenal Álvaro Pirelli, pero su mandato púrpura tiene principio y fin en la imaginaria Clemenza, claro trasunto de Sevilla. Sólo allí se atavía a la Virgen «como para asistir a los toros», se da el mercadeo más audaz de misas entre la Catedral y la Maestranza y se compite por ofrecerlas a la seguridad del torero de moda; sólo en esa ciudad mixtificada compiten dos danzantes de la Catedral en contoneos o en el cante de la «malagueña», cual grandes divas del teatro; y un pícaro monaguillo sirve en el altar con «un virtuoso pase torero» de la servilleta aprendido en los cafés cantantes. Todo un cuadro libertino de perfumes, exigencias gastronómicas, delicias de la repostería, suntuosos vestuarios; voluptuosidad y aristocracia al servicio del bautismo de una perrita o la misa preceptiva en los previos a cada corrida. No falta nada en la España de Firbank: turistas, procesiones, toros, flamenco; pero todo parece vuelto del revés, desenmascarado por una tremenda profanación. Sólo con estos antecedentes puede otro ambicioso cardenal despachar con el papa Tercio II sobre «los escándalos en Clemenza» y esos siempre molestos «cismas de España», y entonces se fragua el final de la vida excéntrica del Cardenal Pirelli.