Imaginemos un apartamento exquisito y algo bohemio en SoHo; si asomamos la cabeza por la ventana veremos a una pareja de mediana edad que toma una comida ligera en la cocina o se acaricia en el dormitorio, sin que la mujer se moleste ya en quitarse esos calcetines de lana que tanto le gustan. Ella se llama Rebecca, él Peter Harris; llevan juntos muchos años y comparten la misma afición por el arte. La pasión de antes es ahora complicidad y todo parece presagiar que así seguirán sus días, pero de repente aparece Dizzy, el hermano de Rebecca, que tiene poco más de veinte años. El chico se instala en casa de los Harris, buscando consuelo y ayuda tras una época de confusión y adicción a la drogas. Su hermoso cuerpo, que el chico muestra con desenvoltura, es a ojos del cuñado el símbolo de la belleza pura, captada en ese momento mágico en que todo parece aun posible. Bien mirado, Dizzy es Rebecca, pero libre de los estragos del tiempo, y Peter se descubre dispuesto a gozar de nuevo, a apostar por una locura y a pagar su precio. La vida se encargará de resolver las dudas de Peter Harris, pero Michael Cunningham lo retrata aquí sin que importen sus arrugas, y consigue algo que solo saben hacer los grandes maestros: que la imperfección de un hombre, su vulnerabilidad, su poquedad, sean finalmente un elogio a lo que de más humano hay en cada uno de nosotros. Leía, leía y no podía parar. Cunningham te cuenta una historia que no quieres que se acabe nunca. Jeanette Winterson, The New York Times book Review