Sin prever cuánto cambiará su vida, el personaje que cuenta esta novela acepta un encargo que descubre agobiante y riesgoso: integrar la versión final de un informe que consigna el genocidio padecido por pueblos indígenas de un país centroamericano en cuya capital, con el cobijo del arzobispado, el narrador se enfrenta a más de mil cuartillas que en parte reproducen denuncias de sobrevivientes y testigos. Él atisba entonces un horror que le fascina y abruma, pues encuentra en las palabras que lee metáforas, giros y dislocaciones de lenguaje que recrean ante él, vívidamente, masacres y actos de crueldad que resultan indecibles de otro modo.
Al margen de esa tarea, sin embargo, se describe una realidad cotidiana, a ratos frívola, de la que nuestro personaje no es ajeno. Así, en un contrapunto que crece en ritmo e intensidad, acosado por peligros reales o imaginarios, éste reconoce que no hay distancia ni término suficientes para olvidar una violencia que en adelante habrá de ser su obsesión y su infierno.