Alexander Cleave ha vivido siempre con la sensación de ser mirado y tal vez por eso decidió ser actor. Ha tenido éxito, y las miradas se han convertido en admiración; él mismo se describe, y no se equivoca, como el Hamlet perfecto: pelo rubio y lacio, helados ojos azules y una bien dibujada mandíbula, delicada, pero también refinadamente brutal y, a los cincuenta años, aún es razonablemente guapo. Hasta que un día se queda mudo en el escenario, huye y se retira a la casa de su infancia; su mujer lo acompañará los primeros días, pero luego se quedará solo. No es una separación, pero hay muchas cosas que no funcionan en su vida y Alexander cree que esta vuelta a los inicios acaso le permita comprender. La casa ha estado largo tiempo deshabitada y Alexander comienza a percibir presencias extrañas, fantasmas tenues, pero también las huellas de seres mucho más terrenales. Porque Quirque, el cuidador de la casa, y Lily, su hija adolescente, viven allí clandestinamente. Y también una joven mujer con un niño, entrevista apenas, y que quizá no sea un fantasma del pasado, sino del porvenir.