Cuando Kuko nació era el perro más feliz del mundo. Nada le faltaba. Ni su biberón, ni su paseo diario, ni su manta para no pasar frío, ni el amor y las caricias de su familia. Sin embargo, Kuko creció y se hizo grande, muy grande y empezó a notar comportamientos muy extraños en sus dueños. Él les quería tanto que verlos discutir por su culpa le ponía triste y acabó en un rincón de la cocina, detrás del frigorífico, para no molestar a nadie. Aún así, parece que seguía siendo un estorbo.