JAVIER SALVAGO (Paradas, Sevilla, 1950) Quiso ser poeta desde su más dura adolescencia. Pero no cualquier tipo de poeta, sino poeta maldito. En ello se afanó obstinadamente y a punto estuvo de destrozarse el hígado y la vida en el empeño. Su poesía es una crónica, entre sentimental e irónica –siempre desengañada y realista–, de esta pequeña odisea para llegar a su Ítaca, a su isla, a su centro; que, en su caso, no era otra cosa que el silencio, como máxima expresión y meta de la poesía. Porque Salvago entiende que la poesía es, sobre todo, un remedio para curarse de la poesía. O, lo que es lo mismo, para depurarse de todas esas impurezas que nos llevan a escribir: vanidades, petulancias, miedos, falacias, soledades, angustias, engaños, desengaños, ambiciones, sueños… Como dijo Juan Ramón Jiménez, «escribir no es sino una preparación para no escribir». O, como dice el propio Salvago: «Escribo para llegar / serenamente al silencio, / que es el morir. / Para aprender a callar, / en paz conmigo, sin miedo. / Libre, al fin».