«Mi padre enloqueció durante veintiún días en el verano de 2011, tras una operación rutinaria cuyas complicaciones siguen siendo, aún hoy, inexplicables. A lo largo de aquellas tres semanas aseguraba ser Lenin y pedía que lo trataran como tal, llegando a exigir que su informe clínico y las medicinas que le eran suministradas llevasen escrito el nombre de Vladímir Ilich Uliánov. Los médicos accedieron a semejante cambio identitario, aunque continuaron llamándole señor R., algo que sin duda le disgustaba. Por lo demás, su carácter apenas varió, seguía siendo el mismo hombre aguerrido y bromista que de costumbre.»
He aquí una novela modélica para este tiempo de incertidumbres. «Modélica» por todo lo que nos revela en un tiempo sin revelaciones ya. Pero no impositiva, sino cordial: porque propone diálogo. La novela de un trasterrado (en cierto modo), de alguien que es tanto de un lugar como de otro. Y, no menos importante, la novela (también) de un desclasado. El joven profesor universitario y su padre obrero e hijo y nieto de agricultores. De La Mancha a Cataluña, de la estética del arado a la Estética con mayúsculas.
He aquí una novela de amor filial y de amor político. Una novela sobre la lucha de clases cuando ya quedan pocas fuerzas para la lucha, cuando ésta ha sido capitalizada por algunos partidos y ha sido reducida a eslóganes.
El padre está enfermo y vuelve a su lugar de origen, el hijo está «enfermo» de vida y de pasado, y también de deseo por saber y estar, como cuando era niño. Y se ríe de él mismo aún, y sigue teniendo miedo... pero ha aprendido a tenerlo. Es decir, a soportarlo.
En estas páginas no se desdeña el humor ni cuando se habla de la muerte o la locura, pero se hace de manera muy seria. Por fin, un libro que nos hace sonreír en medio de la melancolía sin negar «la posibilidad de la revuelta».