De nuevo, en las páginas de Escrito en el jardín encontramos lo esencial, lo que somos, las palabras precisas, la belleza, el espejo que enseña nuestro desnudo rostro, lo no premeditado. Porque es un libro que muestra cómo debemos mirar lo que nos rodea, dónde está el rumbo a seguir, qué debemos esquivar, cuál es la causa de una herida o lo que nos empuja a la felicidad.
Leer a Xuan Bello significa encontrarnos con la pureza del oxígeno, abrir las ventanas del alma, ver el vuelo de un grajo, reencontrarnos, conocer la niebla o ver a esa gata que se adormila sobre una vieja chaqueta de lana. Leerlo es aproximarnos a la verdad y tocarla, y estar lejos de lo superficial, y saber que los recuerdos de Roma, o los de aquellas romerías de los pueblos, o la vida cotidiana cerca de Oviedo, configuran un conjunto de instrucciones para conocer la identidad.
Cada libro de Xuan Bello, lo dice él, se convierte en una apuesta y una recapitulación. Pero cada libro suyo nos invade con una luz infrecuente, una luz para encontrar la salida de los laberintos, una luz que ilumina los latidos de la memoria, una luz que nos permite, ante todo, no tropezar.