La turbulenta niñez y adolescencia de San Agustín dejó paso, según nos lo cuenta él mismo, a una primera juventud ciertamente tórrida, en la que con frecuencia confundió la búsqueda de esposa con la satisfacción de
necesidades algo más primarias.
Sin embargo, en esa primera juventud, primero en Roma y más tarde en Milán, se dedicó también, cuando sus pulsiones se lo permitían, a la búsqueda de la verdad.
Confundió muchas veces el camino, unas veces entre los oradores, otras entre los maniqueos, pero al menos descubrió que la vida no tenía sentido (y que no había lugar ni a la belleza ni al bien) si no se encaminaba a encontrarla.
Creyó alcanzarla en vida, y esto le hizo merecedor de la fulminante condena de Nietzsche, pero la condena y la salvación pertenecen ambas al mismo registro histórico.