Esta obra no nos conduce por la vía del irracionalismo. Al contrario, con ella la inteligencia se potencia al máximo, la libertad de maniobra —de actuar conforme a la propia voluntad— se convierte en libertad creativa —libertad de actuar por el bien de los demás—, se aumenta la capacidad de crear modos valiosos de unidad con las realidades del entorno, se consigue superar diversas aparentes paradojas u oposiciones: por ejemplo, entre libertad y normas, independencia y solidaridad, lo interior y lo exterior, lo individual y lo comunitario…
Esta potenciación de la inteligencia nos permite descubrir el poder clarificador que tienen los «círculos virtuosos», anillos de conceptos integrados entre sí. Uno de ellos clarifica el sentido profundo del «silencio de Dios». Al descubrirlo, la supuesta indiferencia de Dios ante nuestros males no sólo no nos aleja de la fe, sino que incrementa al máximo nuestro amor agradecido a la figura del Cristo silente en la Pasión, que da la vida por nosotros con un amor absolutamente incondicional.
Al final del libro, La mirada profunda y el silencio de Dios, nos lleva a captar el papel decisivo que juega el amor en nuestros actos de participación. Si acogemos la palabra del Evangelio que nos manda amarnos con amor oblativo —amor de ágape— y participamos, así, del tipo de amor que constituye el ser de Dios, tenemos la promesa de que Jesús y el Padre vendrán a nosotros y morarán en nuestro interior.
Para llegar a Dios no hemos de dar un paso o un salto hacia Él. Si participamos en su ser —que se define como amor de ágape, amor oblativo—, Él vendrá a nosotros y nos convertirá en amigos suyos (Jn 15, 14). Lo decisivo en el tránsito del nivel 3 al 4 no es un paso o un salto; es una transfiguración. El camino hacia Dios consiste en transfigurarnos mediante nuestra participación en su amor incondicional. «…Quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él» (Jn 2, 5).