Una gélida mañana de febrero de 2014, Victoria recibe una llamada desoladora. Ángel y ella parten raudos de Egara. No llegan a tiempo. Augusto, el padre de Victoria, ha muerto. Cuatro personas sentadas en un sofá de un piso de l’Eixample barcelonés esperan al forense en la penumbra. Xinjiang, la pareja de Augusto, y su hija Xia murmuran de vez en cuando en mandarín. De pronto suena el timbre. Un tipo desconocido irrumpe en la sala y ocupa el sillón del finado. Dice llamarse Carlos y ser el chófer de Augusto. Las dos mujeres lo corroboran ante el total desconcierto de Ángel y Victoria. En aquel momento presienten que lo peor está por venir.
En el tanatorio, un hombre se acerca a Victoria y le dice lo que ella nunca hubiera tenido que oír. Dos días después vendría la confirmación con un mensaje atroz en el contestador del teléfono. Acudirían a la policía, pero necesitaban algo más que indicios. Entonces empieza el juego a tientas. Amenazas. Un entramado de estafas con más de un centenar de víctimas. Sociedades offshore. Abogados corruptos. La herencia de Augusto ha desaparecido como por arte de magia. La realidad engulle a la ficción con inusitada voracidad. Nada es lo que parece. Sombras alargadas se ciernen sobre Victoria y los suyos. No saben en quien confiar. Acaso, ¿existe alguien que no oculte algo? Al salir de casa, Victoria sentirá en la nuca el aliento frío del acecho y la mirada de otro mundo de su padre.