En agosto alguien pensará en mí y habré resucitado, escribe Esteban Beltrán en esta rayuela lírica, en la que dialoga consigo mismo, con el lector y hace conversar a los poemas entre sí. El pretexto, en este caso, es la muerte. O las diferentes formas de morir, o de resucitar. Hay un constante memento mori en esta obra, pero por lo tanto hay tiempo para la vida. Por estos poemas, de estructura heterodoxa, circulan los ecos de un infarto paterno, de suicidios que tal vez no lo fueran, de la hilazón que juntan en un espacio sin ámbito y en un tiempo sin almanaques a los ancestros y a los descendientes, a los hijos y a ese largo botín de recuerdos y vivencias que hemos ido arracimando a lo largo de nuestras existencia: pasiones y ternuras, canciones o películas. El poeta ha creado una estructura compleja pero sus palabras van directas al corazón de sus lectores. Explican, sin duda, sus miedos, sobre todo a la senectud. Sin embargo, también ofrece la esperanza cierta de que morir sea, ya lo dejó escrito, una extraña forma de resurrección. Juan José Téllez