Termita narra, en primera persona, el día a día de una mujer ya no tan joven que vive con su abuela y que trabaja de teleoperadora. Esta voz narrativa es rebelde y macarra, irónica e impredecible. No cumple ninguna de las expectativas que la sociedad patriarcal impone sobre la mujer: su cuerpo no normativo, su sexualidad voraz, su rechazo al papel de cuidadora y su condición de no-madre la convierten, a ojos de otros, en un ser marginal. Pero la voz narrativa se rebela contra esa marginalidad, no narra desde la condición de víctima, no pretende dar pena ni apelar a la empatía. Se expresa sin ningún tipo de conmiseración en capítulos breves de escritura destilada y rotunda, manejando con gran inteligencia las elipsis y los silencios. Con un aura punk triste que lo impregna todo, reflexiona sin tapujos sobre su relación con la comida, el sexo, la explotación laboral, los afectos; sobre cómo la pobreza y la exclusión social se heredan, cómo las violencias pasadas se reproducen, generación tras generación, en los cuerpos de las menos privilegiadas. Y también expresa, rompiendo estereotipos y con suma originalidad, el amor entre una nieta y su abuela. Termita es toda una impugnación a las convenciones sociales y familiares, a las obligaciones laborales y afectivas del capitalismo. Y también una impugnación a las expectativas y las estructuras de la novela y de la ficción.